Cada determinado tiempo me da por hacer revelaciones que cimbran al mundo. Descubrimientos que cambian las impresión de lo que tenemos a nuestros costados. Así, en el pasado, di cuenta de cómo es que las tapas de los envases pueden desaparecer de la faz de la Tierra cuando se caen al suelo. Sin decir agua va. Sin explicación alguna. Un día se te cae una debajo de la cama y caes en cuenta de que ha esfumado para siempre.
También he dado a conocer entre mi círculo más íntimo la noticia de que el jugo de toronja es estupendo para empapar libros de álgebra. Un secreto que comparto ahora con ustedes por si quiere comprobarlo en la comodidad de sus bibliotecas personales. Hago este tipo de divulgaciones porque considero que, en la travesía de la humanidad, compartir es un acto lleno de nobleza que deberíamos poner en práctica las veces que podamos.
Internet es una plataforma ideal para ello. Lo sabrán ustedes que han tenido que soportar lo que reparten los demás: fotos de lo que comen, mensajes motivacionales que deprimen, enlaces a páginas de contenido cuestionable, etcétera. Qué se le va a hacer, así como se propaga una receta de cocina que deleitará los paladares, se ha de sufrir algunas inclemencias en esta gran red de ordenadores.
Debido a lo anterior, hay que procurar equilibrar el panorama. Ofrecer contenido lleno de dulzura que compense la basura que ronda por ahí. Es el equivalente a plantar un árbol con el fin de beneficiar al medio ambiente. Internet necesita igual que le demos frutos que lo mantengan como un sitio habitable, con escenarios verdes y llenos de júbilo, no grises en los que el horizonte es dominado por carteles de películas cursis.
En esta ocasión traigo ante ustedes mi granito de arena. Una novedad en materia de vestuarios. Cualquiera que tenga un guardarropa estará interesado en conocer lo que traigo entre las manos. Y ya que no me gusta hacerla de emoción, les invito a que lean el título de esta entrada. Ahí tienen mi descubrimiento.
Si les dio flojera levantar la vista, lo pongo acá abajo también. La ropa se transforma dentro de las bolsas. Repito, tal cual les indican sus ojos: la ropa se transforma dentro de las bolsas que regalan en los almacenes. Se altera, se modifica. Muta desde las solapas hasta los botones.
Yo sé que la declaración es del tamaño de una montaña. Una noticia gigantesca digna de aparecer en la televisión. Y que nadie puede anunciar algo semejante sin ofrecer pruebas. La ropa es un asunto serio. Imposible tomarlo con ligereza. Hay muchas vidas involucradas. Diseñadores que desde sus mansiones podrían ver afectado su negocio a partir de ahora si esto resulta verdadero.
Y aún así, créanme que en el fondo no les parecerá descabellado.
Pónganse a pensar en todas las ocasiones que compraron una prenda que se les veía fabulosa en los probadores de la tienda y que, una vez en casa, se las pusieron para encontrar que les sentaba fatal.
Es debido a que la ropa cambia dentro de las bolsas. Es el máximo secreto que guardan las grandes cadenas que dominan el mercado. Lo hacen ante nuestras espaldas para que estemos insatisfechos permanentemente y volvamos a sus instalaciones a gastar más dinero para remediar algo que no tendrá satisfacción nunca.
Les contaré lo que he vivido en el último mes para que no piensen que estoy en plan de broma.
Haces unas semanas, compré una chamarra negra de tamaño mediano para afrontar la temporada helada que se venía. Luego de probar varias opciones, me decanté por un modelo en específico. El dependiente hice lo suyo: cobró y puso la mercancía dentro de una bolsa azul de plástico.
Pues bien, el día en que me volví a poner esa chamarra, noté una peculiaridad. Me quedaba más justada de lo que recordaba. Además las mangas eran demasiado cortas. Fue entonces cuando, en medio de una impresión de infarto, noté que la etiqueta indicaba que era una chamarra chica y no mediana, como la había seleccionado.
Lo trágico del asunto es que la había comprado en la Ciudad de México y recién descubrí la anomalía ya instalado en San Luis Potosí, a más de cuatrocientos kilómetros de distancia.
Dicho y hecho, la bolsa azul modificó la prenda para arruinarme la vida. Son empaques con tecnología de punta con la capacidad de alterar las fibras textiles de lo que se pone en su interior. Todavía intento descifrar cómo es que funcionan, sin embargo sospecho que lo hacen gracias a la energía solar. Los rayos del sol, al entrar en contacto con el plástico, irradian a la ropa de una sustancia que les provoca reacciones de diversas características.
Porque el fenómeno no se manifiesta solo en el tamaño. También lo hace con otras particularidades, sutiles la mayoría de las veces para disimularlo.
Segundo caso. Lo padecí apenas ayer. Mi padre accedió a comprarme un blazer que me gustó en una tienda. Lo probé y verifiqué antes de pasar a la caja. Era de un azul más obscuro que el marino. Un tono con un matiz distinto a otro que ya tenía. Ideal para determinadas combinaciones. Una incorporación sabia para el armario en tiempos en los que se ha de evitar desperdiciar el dinero en cualquier trapo. Lo seleccioné con cuidado luego de considerar y probar otras opciones y colores. Quedé satisfecho con el vencedor del breve casting que hice en la sección de caballeros.
Una bella historia que pronto se vería enturbiada. Cuál sería mi sorpresa cuando, al llegar a casa, descubrí que el blazer ya no era de aquel encantador azul obscuro, ¡ahora era negro!
Madre mía. Lo supe: era culpa de la bolsa. La vi tirada en el suelo con un aspecto de falsa inocencia. Ese maldito pedazo de plástico había transformado mi ropa una vez más. Pero al menos había descubierto el truco. Adiós a décadas de impunidad. Se lo dije a la bolsa.
—Oye, si crees que me has engañado, te equivocas. Ignoro qué te hayan dicho en la fábrica de la que saliste. Quizás te hayan encomendado la misión de estropear cualquier objeto que se posara entre tus entrañas. Pero déjame decirte una cosa. Eso se acabó. El carnaval ha terminado para ti. Al final ha surgido un héroe que desenmascarará esta conspiración global. Ese héroe, por si te lo preguntas, soy yo. Tranquila, no tiembles. Podría cortarte con unas tijeras o quemarte con un cerillo. No lo haré por una sencilla razón. Quiero que le informes a tus colegas de lo que ha pasado esta noche. Ve y anuncia que un mexicano de uñas cortas ha dado con el fraude. Que el negocio ha llegado a su fin. Que si no dan un giro a su filosofía, iré a los tribunales o a un programa de entrevistas si hace falta. Así que anden con cuidado. Ya suficiente teníamos con las bolsas que asfixiaban bebés como para que ahora tengamos que soportar a las que se meten con nuestro vestuario. No, lo siento. su juego ha llegado demasiado lejos.
Acto seguido, tomé a la bolsa de un extremo y la arrojé por la ventana. La ventisca invernal se encargó de llevarla lejos, hasta su lugar de origen. En donde, espero, informará del suceso a sus superiores.
Al contar esta historia, algunos conocidos desestimaron mis observaciones. Quizás sufriste una confusión al probarte la ropa y terminaste por entregar otra que no querías al cajero, me decían. Es un error común por el que hemos pasado también.
Patrañas, vamos. Vete tú a saber si ellos no son también parte de la conspiración. Yo sé la verdad. No me equivoqué ni me confundí por la iluminación ni el caos de los probadores. Seré todo menos un despistado. Fueron las bolsas. Las bolsas diabólicas las que echaron las ilusiones por la borda.
Tan solo espero que las amenazas que lancé a esa última sabandija sean suficientes. Confiaré en que servirán para que los culpables escarmienten. Si algún día ustedes compran un pantalón que se les ve bien aun cuando lo usen dentro de su domicilio, tengan por seguro que ha sido gracias a mí. Las bolsas me temen. Han dejado de cometer fechorías.
De nada.