Se le puede aprender mucho a los desconocidos.
Los que están formados en la fila del cajero. Los que están sentados en la mesa de a lado. Los que comparten elevador contigo. Los que caminan a unos metros. Los que salen de baño. De ellos se pueden extraer lecciones, sin que ellos se lo propongan, sin que ellos se den cuenta.
La calle es la mejor escuela, dicen quienes han tomado medicamentos elaborados por científicos que aprendieron el oficio gracias a un paso peatonal. Y exageran. No todo está ahí. Los profesores, los libros y los documentales, con lo pesados que en ocasiones pudieran parecer, deben estimarse por ser un sustento a partir del cual se puede llegar a un desenvolvimiento racional.
La experiencia ayuda, es verdad. La práctica es un aspecto crucial para mostrar si estamos hechos de aquello que se necesita. De nada sirve matarse horas con una lectura si a la hora de atender un parto a uno le terminan por dar agruras fulminantes por culpa de los nervios.
A lo que me refiero son a las enseñanzas de vida que se pueden sacar de las personas que andan por la calle. Lecciones a menudo veladas que de cualquier forma se encargan de cambiar la perspectiva general de lo que conocemos.
Para identificar estas lecciones hay que estar atento. No es como en la universidad, en donde hay horarios gracias a los cuales los estudiantes saben que de 8 a 9 aprenderán sobre determinada asignatura. Acá las lecciones están repartidas sin ningún orden específico, de modo tal que, en medio de un parpadeo, pueden surgir sin que nada lo anticipara en el minuto anterior.
Tener lo sentidos en modo receptivo, eso es. Refugiarse en los audífonos y en una lectura es fascinante. Se tratan de elementos que pueden salvar el día en contra de las inclemencias del exterior. Hay veces que salir de casa sin un iPod puede convertirse en una tortura. Igual cuando no se lleva un libro y toca aguantar horas y horas sin ningún distractor para los tiempos muertos.
Yo soy mucho de eso. De salir con los oídos tapados por música que aísla de los demás. Lo agradezco. No obstante, a veces es inevitable preguntarse de cuántas cosas no se perderá uno por estar encerrado así. En los últimos meses he procurado mantener un balance. Todavía salgo con los audífonos puestos y cuando puedo llevo un libro bajo el brazo. Pero de vez en cuando, sobre todo cuando veo una situación que parece interesante, los dejo de lado para estar abierto a lo que pudiera ofrecer lo que está alrededor.
Ver a un anciano cargar un costal de maíz puede decir mucho más de lo que en primera instancia parece. Es una imagen que nutre de pensamientos por aquello que conlleva. Ver a un par de jóvenes que saltan una cuerda, reactiva una serie de sensaciones asociadas a los tiempos de inocencia que se vivieron hace años, cuando un mecate era suficiente para tener horas llenas de alegría.
Para detenerse a reflexionar.
Y así se puede seguir. Con el barrendero que usa una técnica que puedes implementar para limpiar las esquinas de tu habitación. Con el taxista que muestra un atajo de camino a casa o con el empleado de telemercadeo que da cátedra de cómo no hay que conducirse por la vida.
Les decía al principio. Se le puede aprender mucho a los desconocidos.
Hace tiempo caminaba por las calles de la ciudad sin ningún rumbo en específico. Eran por los rumbos del centro. Por aquel entonces yo la pasaba mal, y de cierto modo la caminata representaba lo que sentía por dentro: un ánimo deambulante a la espera de un milagro. Dentro mío se hallaban centenares de amarguras y quejas que conformaban un cuadro de angustia. Durante parte del trayecto no vi nada especial. Cada persona a lo suyo, sin reparar en nadie más. Sin mirar siquiera a los ojos, mucho menos lanzar una sonrisa. Y caminé y caminé por esa cualidad que tiene el caminar que es dar la impresión de que nos aleja de algo, sin importar que no sepamos muy bien de qué. Es lo que resta: avanzar, que es preferible a quedarse tirado en el rincón.
Y así llegué a una esquina en donde se hallaba la parada del camión. El semáforo estaba en verde, así que no podía cruzar. En la parada una mujer y una niña. Madre e hija. La señora estaba sentada en la banca, la niña, de unos seis años, de pie. Parecía que llevaban un buen rato a la espera del camión. Así es en provincia: no hay combis que pasen cada cuatro segundos ni rutas que garanticen el paso del transporte cada 10 minutos. Acá puede que tarden más. A veces pasa así. No siempre.
El caso es que la niña empezó a gritar. Un grito fuerte, que me impulso a quedarme en ese lado de la calle aun cuando el semáforo ya estuviera en rojo y pudiera cruzar. Ahí estaba, lo supe, algo diferente, algo que me sacaba de la espesura de ciertos pensamientos que solo empeoraban el panorama. El grito era un punto de inflexión, un parteaguas. El llamado de una sirena que presagiaba la salvación. Al fin sucedía. Era un acontecimiento enviado por los ángeles para romper con la rutina.
La niña gritaba sin detenerse, en lo que parecía un ah prolongado. Sin embargo, la enseñanza no fue esa. La idea correspondió a lo que la señora le dijo para que guardara silencio. Una frase que, a su modo, resumía sabiduría. Proveniente de una persona común y corriente que tal vez no tuviera intención alguna de aleccionar, sino más bien de hacer que la escuincla se callara de una vez.
La mujer dijo:
—No porque grites mucho el camión va a llegar antes.
La niña dejó de gritar.
Y yo me dejé de dramas internos. La frase fue un gancho al estómago. Ella no se había dirigido a mí, pero era como si me lo dijera, justo las palabras que necesitaba. Tan solo hacía falta cambiar la palabra «camión» por cualquier otra cosa, aquello que se anhela y que no llega. Y todo por lo que uno se queja, lloriquea y grita por dentro como si eso fuera a remediar algo. Cuando no. No porque uno grite el camión llegará antes. Tampoco el éxito, ni el amor, ni el dinero. A nadie le importan tus gritos. Al conductor del camión le da igual. Él conduce según le parece. Lleva a un volumen alto una estación de radio que le hace feliz. Así que no grites, no desgastes la garganta. Haz como el taxista, busca otra ruta, un atajo que en verdad ayude. No llores en el suelo por el empleo que no conseguiste. Mejor prepárate más. Acude a otra entrevistas de trabajo. No hagas escándalo si pierdes. Será tiempo gastado en vano, salvo por el desahogo razonable que pudieras permitirte.
Fracasar en el intento y volver a intentar. De eso se trata. Los gritos no le gustan a nadie. Tampoco los lloriqueos ni las pataletas ni los berrinches. Son tiempo echado a la basura. Librarse de ellos es un primer paso. Y si el camión no llega, si tarda demasiado, toca ponerse de pie y caminar con rumbo a casa. Solucionarlo uno mismo, sin depender en exclusivo de lo que hagan otros. Que la paciencia también ha de tener sus límites.
Vaya… así es, también me llegó el mensaje, he estado haciendo un drama por un sueño que quiero aunque a veces no sé que tanto lo quiero, pero la cosa es esa, el drama que ando haciendo.
Desperdiciamos mucho en drama lo que podríamos aprovechar para conseguirlo.
Sí, la paciencia también debe tener límites.
Alguna vez dediqué un tuit al respecto:
Gran Sabiduría. Gracias.
Atte: Juan Ramón.
Creo que fue Bob Dylan el que dijo que las ideas estaban en el aire y que había que atraparlas. Así pasa con la gente de la calle.
No lo sabes, pero para mí siempre es un gran placer leerte. Gracias.
Gracias, Carolina. Sus comentarios también son una dulce noticia para mí.