Hace unos días fui a visitar a la abuela. Duré poco con ella. Cada uno tenía sus propias ocupaciones. De lo que se trata es de mantener vivos los vínculos. Impedir que pase un mes sin ver a quienes en verdad importan en la vida. Cualquier simpleza basta para hidratar las relaciones. Sea tomar un café, sea conversar por teléfono, sea mandar un mensaje a una persona que, a pesar de que llevas años sin ver, aún se mantiene presente en tus pensamientos.
Abandoné el departamento a eso de las cuatro de la tarde. Crucé la calle que está enfrente con miras a entrar a una tienda en la que vendieran botellas de agua. Antes de hacerlo, vi a un perro que caminaba de un lado a otro por la banqueta.
Era un animal pequeño de pelo largo. Pesará kilo y medio a lo mucho, pensé. Un perro de apariencia fina, así que descarté que tuviera gran experiencia en el mundo callejero. Con la delicadeza que cargaba era imposible que compitiera contra la ferocidad de la competencia: canes de gran tamaño que pueden atrapar a un pájaro distraído si es que el estómago o el instinto lo disponen.
No, este perrito era el típico ejemplar que las actrices de moda sacan a pasear metidos en sus bolsas. Había visto a varios similares en revistas. Lo que no recordaba era el nombre de la raza. ¿Era de origen chino? ¿Alemán quizás?
Miré a los alrededores para ver si algún humano lo cuidaba. Ya en ocasiones anteriores había visto a perros que salían a pasear sin necesidad de llevar una correa. Les basta con que el dueño les siga el paso de cerca para que ellos se mantengan de acuerdo a la ruta trazada.
Pero no vi a nadie. El perro continuaba a lo suyo: caminar de ida y vuelta en la misma fracción de terreno. Estará perdido, pensé. Fui ahí cuando decidí abandonar la idea de entrar a la tienda para mejor hacer una aproximación al área en donde se hallaba el misterioso personaje.
Di pasos lentos hacia él con la intención de que no se asustara. De nada sirvió, porque cuando la distancia era menor a tres metros, decidió que era buena idea alejarse. Los humanos tenemos mala fama en el mundo animal. Pasó como con las aves con las que he querido conversar, apenas me acerco a ellas, emprenden el vuelo. Piensan que las quiero matar. O que las quiero capturar para meter en una jaula de treinta centímetros. Quisiera poder decirles que se tranquilicen, que tengo intenciones honestas. Lo que quiero es que seamos amigos, preguntarles cómo están, si es que necesitan una caricia en el pico.
Era evidente: un animal al que le habían recomendado desconfiar de los extraños. Respetable. Hay que advertir de los peligros que hay en los exteriores. Lo feo es que pagamos justos por pecadores, de modo que, en la opinión de ese pequeño ser, mi figura representaba la de un psicópata aficionado a devorar gatitos.
Respiré hondo. Déjalo en paz, me dije. Quizás su familia esté cerca. Estás metido en una situación que no te incumbe. Ver por una bebida, que hace calor. Tengo sed.
En eso, apareció una señora. Abrió el portón de su casa para sacar el auto. El perro se introdujo en la cochera.
—Disculpe, señora, ¿sabe de quién es ese perro?
—¿Cuál perro?
—El que se acaba de meter a su cochera.
Luego de mirarlo, dijo que no lo conocía. La colonia en la que estábamos es de casa grandes, en donde los vecinos se relacionan poco entre sí. De modo que las pistas al respecto de la identidad del pequeño extraviado eran nulas.
La mujer montó en el auto y se fue. Le ayudé con direcciones para que al echar la reversa no aplastara al perro que había quedado afuera después de que ella hiciera una maniobra para cerrar la entrada de la propiedad.
Ahí estábamos. El cachorro y yo, de nuevo solos. La calle era de poco movimiento, pero a la vuelta se encontraba una avenida donde el tránsito era pesado. El mayor temor era que el animal fuera hasta allá y acabara atropellado por algún camión de carga.
Además, noté que un hombre en bicicleta había pasado ya dos veces por donde estábamos. Echaba una miradas peculiares, como a la espera de atrapar al perro para llevarlo a una guarida. Si me separaba de él, aprovecharía para secuestrarlo. Era obvio. Ya se sabe que hay que desconfiar de los extraños.
Le llamé por teléfono a mi padre que estaba cerca de la zona. Expliqué la situación, y a los pocos minutos llegó en auto. Yo ya había hecho varios intentos adicionales para cargar al perro sin tener éxito alguno. No es que me odiara ni mucho menos. Prueba de ello es que mantenía solo esos tres metros de separación respecto a mí. Un espacio prudente, de seguridad. No tan grande para considerarse una declaración de vilipendio. Pudo escapar varios kilómetros, sin embargo se quedaba cerca. Como si me pusiera a prueba o dijera: «Hasta eso no parece un tipo malo, lo dejo ahí por si pasa cualquier cosa, Que sea un último recurso. Si hay que elegir entre él y un granjero castrador, me voy con el primero».
Mi padre se bajó del auto. Dejó la puerta abierta con la confianza de que a la primera podría tomar al perro. Sobra decir que también falló. Apenas se acercó unos metros, el perro se echó a correr. La buena noticia es que estaba vez lo hizo en dirección a nuestro auto. Entró por la puerta que se había quedado abierta y se acomodó en el asiento trasero.
Cuando fuimos al vehículo, notamos dos cosas. Primero, que el perro estaba acurrucado con mi hermano. Segundo, que el perro era perra.
La perrita no tenía collar ni placa de identificación. Llevaba, eso sí, un paliacate de flores. La llevamos a casa en lo que pensábamos cómo le haríamos para regresarla con los suyos. Estaba la opción de tomarle una foto para difundirla en las redes sociales hasta dar con su familia. El riesgo era que cualquiera pudiera reclamarla aunque no tuvieran nada que ver con ella. Queríamos un procedimiento que implicara una mayor seguridad respecto a la entrega.
Pensé que quizás convendría ir a las veterinarias de la colonia en donde la habíamos encontrado para ver en cuál de ellas ofrecían esos paliacates. A los perros que tenemos también les ponen uno cada que los llevamos a que les corten el pelo. Un camino a seguir podía ser ese: preguntar en las estéticas caninas si en sus registros estaba aquella chica.
Mientras tanto, procedimos a identificar la raza del animal. Mi madre tenía una idea.
—Son estos a los que llaman… Yorkchiens… Yorkmins… Yorksins.
Procedí a buscar en internet. Bendito sea google y la función de «quizás usted quiso decir», que permitió que al poner «yorkchiens», salieran los resultados de «yorkshire». Eso era, una yorkshire terrier, también conocidos como «yorkie», celebres por su pelo largo que ondula entre el plateado, castaño y dorado.
Era jueves. Teníamos la presión de encontrar a los dueños porque al día siguiente saldríamos de la ciudad rumbo a Aguascalientes, en donde estaríamos hasta el martes. Se anulaba así la opción de esperar a que aparecieran carteles de se busca en las esquinas, al menos hasta la semana entrante.
En lo que surgían ideas, tocó hacerse cargo de las necesidades de ella. No sabíamos su nombre, así que soltamos varias opciones provisionales, la mayoría de ellas de una cursilería que sobrepasaba cualquiera de los récords impuestos por los ositos cariñositos.
Le dimos de comer. Notamos que no le gustaban las croquetas, salvo que las combináramos con las latas de comida para perro. Sobre sus hábitos, notamos que estaba bien educada, ya que resistió a la tentación de hacer pipí sobre cualquiera de nosotros. A cambio solo pedía que la sacáramos al jardín o a rondar por las calles. Para ello mi madre le compró una correa de color rosa para que cuando yo la sacara a pasear los vecinos especularan en torno a mis preferencias sexuales.
Durante el día nos encariñamos con la yorkie. Era inevitable. Ya de por sí los perros son seres llenos de nobleza por los que sentimos debilidad. Pero ella, además, era dulce y de aspecto simpático, por lo que el efecto era aún mayor. Cada uno de los integrantes de la familia se peleaba por acariciarle el lomo o rascarle la barriga antes que los demás.
Con el paso de las horas, y sin percatarnos de ello, nos convertimos en sus sirvientes.
Era la princesa Yorkshire II, a la que le ofrecimos agua, canciones, manjares, transporte, masajes, almohadas y reiterados piropos que la hicieran sentir querida.
Toma aérea
Ella respondía con actitudes afectuosas. El miedo ya se la había ido, así que se acurrucaba con el que cayera para tomar una siesta. Saltaba si se le ofrecia algún estímulo. Era carismática.
Además era conocedora de la buena vida. Notamos que le gustaba andar en el auto, así que cuando salimos a comprar algunas cosas la llevamos con nosotros. No hizo ningún alboroto. Iba tranquila, sin tirar ladridos ni orinar sobre los asientos de piel.
Lo hizo tan bien, que consideramos llevarla a Aguascalientes durante el fin de semana. Ya mi madre y mis hermanos habían colocado un mensaje en sus cuentas de Facebook en el que notificaban de la perrita perdida, por si alguien conocía a los dueños. Yo no lo hice, porque tengo pocas personas agregadas y cierto ánimo me impulsaba a mantener el flujo de lo que ocurría.
Era el viernes ya. Ninguno de los contactos de mis familiares había reportado conocer a los dueños de la perrita. Nosotros teníamos que salir de la ciudad. Y como no queríamos dejarla sola en la casa, decidimos llevarla. No hubo mayor problema. el viaje en auto fue plácido para ella. No se quejó en ningún momento. Tampoco hizo escándalos ni produjo despropósito alguno. Parecía, de hecho, habituada a viajar. Una mujer de mundo que acaso en su trayectoria ya había pasado por vuelos y cruceros.
Durante el fin de semana fuimos con la perrita a ver propiedades en venta. Visitamos parques, pueblitos, talleres, y la colamos en centros comerciales en donde la gente le lanzaba sonrisas.
Fueron días en los que conectamos con ella. Su carácter era parecido al de los schnauzers, la raza de nuestras mascotas: de cierto nerviosismo y con dependencia a recibir contacto humano.
Busqué en Twitter con palabras clave para ver si alguien había reportado la desaparición de una yorkie. También entré a las cuentas especializadas en animales perdidos con la esperanza de encontrar una ficha con su foto. Quedárnosla era complicado, porque la familia está repartida en tres ciudades. Aun así era una opción que a nadie le desagradaba en caso de que fuera necesario. Incluso, al reaccionar, me di cuenta de que ya le habían puesto un moño.
Dijo "whisky"
En definitiva, fueron lindos los días que pasamos con ella. El único incidente desagradable ocurrió en el camino de regreso a San Luis. Salimos a carretera ya por la noche. Cuando estábamos cerca de Ojuelos, un camión que venía en sentido contrario nos hizo un cambio de luces más insistente que lo normal. Adelante de nosotros venía una camioneta de Estafeta. Luego de avanzar unos metros, notamos que había un retén. Era casi medianoche, por lo que nos resultó extraño. Además los vehículos que estaban ahí no parecían oficiales y el personal que cargaba armas de alto calibre lucía vestimenta dispareja. Vi tres camionetas blancas y otra que traía pintada la palabra «Policía», sin que pareciera una auténtica. Avanzamos a baja velocidad. Los hombres armados miraron el auto. La perrita se alborotó, ladró. Más allá del cruce de miradas no hubo instrucción alguna, así que continuamos el camino bajo cierto recelo. Mi padre aceleró en cuanto tuvo espacio de maniobra.
Al otro día leí en las noticias sobre un narcoretén que se había ubicado por donde pasamos, más o menos a la misma hora en la que nos encontrábamos por ahí. Desconozco por qué nos dejaron pasar, si es que eran ellos. Tal vez apenas se iban acomodando o buscaban robar camionetas, no vehículos deportivos que iban repletos de objetos en el interior.
Cuando llegamos a la ciudad, ya era la madrugada del miércoles. Por la mañana tenía que ir a la universidad. La perrita durmió con mi hermano menor, yo me quedé en otra habitación. Sería la última noche que pasaríamos con ella.
Mis padres tenían que partir rumbo a la Ciudad de México. Yo me quedaría con la cachorra. Después del desayuno, fuimos al supermercado para comprarle comida, unas 25 latas y una bolsa de croquetas para mantenerla por un tiempo. Ya lo vislumbraba: tendría que salir a caminar con ella al menos dos veces al día. Nada mal. Serviría para oxigenar al organismo. También teníamos ya preparada una cama para ella. La posibilidad de que no encontráramos a su familia parecía ganar enteros.
Estábamos en la sala cuando mi hermano lo anunció. La perrita había salido en las noticias de un canal local. La buscaban. Todos guardamos unos segundos de silencio. Por una parte era de agradecer que por fin aparecieran sus dueños, unos días atrás hubiera representado sacarnos un peso de encima. Pero ahora, luego de convivir con ella durante un fin de semana, el cariño que le teníamos era suficiente para que el regreso a la realidad fuera doloroso. La tendríamos que apartar para siempre de nuestras vidas.
Se pudo pensar en la opción de ignorar el anuncio y convertirla en nuestra mascota. Después de todo, ella parecía adaptada e incluso daba la impresión de amar a mi hermano menor con quien la conexión había sido más grande que con los demás. Cuando lo veía, saltaba y movía la cola.
Como suele pasar cuando se hace lo correcto, había que rendirse al sacrificio. Pese al poco tiempo transcurrido, el dejar de tener a un animal tan tierno junto a nosotros suponía un golpe emocional importante.
Pero pensamos en aquella vez —hace años— en que perdimos a dos schnanauzers de pocos meses. O ellos se salieron por algún hueco de la reja o alguien la abrió para robarlos. Fue tristísimo poner cientos de carteles por los alrededores y ofrecer jugosas recompensas sin obtener ninguna respuesta. Perder a un perro duele en el corazón.
Pensamos entonces en los orígenes de la yorkie. Seguro que la extrañaban muchísimo. Ella era incapaz de hablar, pero seguro que por dentro también añoraba a su gente, a sus lugares, por mucho que nosotros le simpatizáramos también.
Debido a que mi hermano no alcanzó a apuntar el número telefónico que apareció en la televisión, decidimos ir al lugar donde la habíamos encontrado, con la idea de comprobar si por ahí veíamos un cartel con los datos. Así fue, varias cuadras antes de llegar ya había postes con las fotos de ella y los números de contacto. Fui el encargado de hacer la llamada.
La dueña era una mujer joven. Acordamos el encuentro y en menos de 20 minutos nos reunimos. La acompañaban su padre y otros dos hombres. Platicamos sobre todo con el señor. Le explicamos la situación, de lo que habíamos vivido en la semana. Él fue amable y estuvo agradecido. Todavía le pregunté si estaba seguro de que ella fuera la yorkie que buscaba. Me dijo que sí. La hija la identificó por una cicatriz que tenía en la parte interior de uno de sus muslos.
Ahí nos enteramos de que la cachorra en realidad era una adulta de tres años y medio. Sobreviviente de una camada en la que fallecieron sus dos hermanitos. Su nombre era, al fin lo supimos, Catalina, un detalle que la acercaba unos centímetros más a la realeza.
Desde luego que rechazamos la recompensa. En todo caso pedimos que, si algún día Catalina tenía bebés, nos tuvieran en consideración para adoptar uno.
La joven se la llevó en brazos. Cuando la tomó, la perrita pareció dar un suspiro. Iba de vuelta a su hogar. Debíamos alegrarnos por ella, que tuvo el detalle de alegrarnos por un tiempo y que tuvo la decencia de despedirse con un suave ladrido.
Se fueron en una camioneta. Los perdimos de vista en la siguiente esquina. Quedamos un rato pensando en los momentos que nos regaló. Mi hermano y mis padres partieron rumbo a la Ciudad de México ese mismo día. Allá los esperaban otros tres perros y un puñado de gatos que los recibirían como héroes.