Es malo estar solo

La bicicleta fue un regalo hecho por mi padre en una Navidad de juventud. Al utilizarla noté cambios drásticos en mi vida. Le dije a mi madre que ya no era necesario que me llevara a la escuela. Empecé a transportarme con facilidad por las calles. Hacía las compras, los pagos y encargos que se ofrecieran. Era agradable. Aprendí a manejarla sin complicaciones. Un compañero de la escuela me pidió que le enseñara a montarla. Los hice con recelo. Mucho no me gustaba la idea. El asiento era mío y de nadie más. La idea de tener a un sujeto sobre él, por mejor que me cayera, le restaba puntos a nuestra unión. Aun así acepté.

Le di lecciones durante varios días. Tardó en aprender. No es que yo fuera un mal guía, sino que él apenas y parecía poner atención a lo que le decía. Era un muchacho que vivía a una cuadra de mi casa. Cuando notó lo irritado que estaba por el hecho de que usara mi bicicleta, le pidió a su padre que le comprara una igual. El mismo modelo. Incluso del mismo color. Pude tomármelo a mal, pero no lo hice porque, a pesar de todo, el chico era simpático. Tenía una hermana llamada Susy que me gustaba. Eran conocidos por ser los ricos en la colonia. Además de una camioneta enorme, tenían un auto deportivo que jamás salía de la cochera. En los recreos circulaban rumores sobre sus  vacaciones. Eran los únicos que visitaban otras ciudades. Iban a la playa, según contaban después. Todos parecían aborrecerlos. Yo no, desde luego, al menos por Susy. Era hermosa; dos o tres años mayor que los de mi salón. A veces, con suerte, podía mirarla en los recreos. Lo usual era que estuviera sentada a solas fumando un cigarro. Ningún maestro se daba cuenta. A veces se ponía cerca de la zona de los baños. Varias veces fingí tener ganas de orinar para poder aproximarme a su espacio. La quería ver de cerca. Quería olerla. Decirle algo. Lo que fuera.

Solía llevar la falda por encima de las rodillas y la blusa desfajada. Era de esas personas que la mayor parte del tiempo tienen la mirada fijada al suelo, detalle que no dudaba en aprovechar para lanzarle vistazos sin que ella se diera cuenta. Luego volteaba a otro lado por si de pronto levantaba los ojos. Eran muchas las precauciones. Le tenía un poco de miedo. La gente que fuma lo hace. Hay rudeza en su aspecto. De modo que, solo por ella, entraba al baño de la escuela sin necesitarlo. . Era mi pretexto. Lo único que hacía era lavarme las manos y luego contaba hasta treinta. Entonces volvía a salir. Le echaba un segundo vistazo antes de regresar a estudiar.

A veces me recriminaba actuar así. Pero el instante en que alcanzaba a ver sus mejillas o parte de sus hombros justificaba lo ridículo de las maniobras. Lo peor era que, como en realidad no orinaba durante los recreos, durante las clases la vejiga tenía el detalle de amenazar con reventar.

Una vez estábamos en una clase de biología cuando ya no pude aguantar. Abandoné el salón sin pedir permiso. Nadie vino detrás de mí. Corrí con ansiedad. Pasé el auditorio en el que estuve antes y el patio en el que nunca jugué. El conserje barría hojas. Bajé la marcha en los últimos metros. Me detuve al ver que Susy estaba sentada, de nuevo, cerca de los baños. Fumando y mirando hacia abajo. Ahora la acompañaba un tipo moreno con el cabello hasta los hombros. Empecé a caminar lento. No quería que notara mi presencia. Me parecía humillante. Ya me había visto ir al baño una vez en el descanso. Quería que pensara en mí como un superhombre que no tenía necesidades fisiológicas. Si me veía otra vez, quizás pensara que no tenía el valor suficiente para renegar a la vejiga. Era un simple niño que cedía ante los impulsos de la naturaleza. Ella era mucho más. Por eso estaba con aquel grandulón tan diferente a mí.

En eso estaba cuando me habló.

—Tú eres el amigo de Pablo —dijo.

—Sí —respondí.

—Veo que te mantienes en forma.

—Gracias.

—A nosotros también nos gusta hacer ejercicio. Lo hacemos a diario. Mi madre nos compra ropa deportiva una vez al mes. Tengo pantalones cortos, pants, sudaderas, toallas, calcetas… Pablo adora el futbol, ¿has jugado alguna vez con él? Practica en nuestro jardín. Patea el balón contra la pared. Cientos de veces. Me preocupa. Pasa horas así. Come y cena rápido. Devora el plato entero en cuestión de minutos. Tiene prisa por volver a lo suyo: jugar futbol. Excepto por esta semana: cuando vuelve de estar contigo, llega y se pone a dibujar en la sala. Parece cansado. Sube temprano para dormir en su habitación.

—Me alegro.

Susy era intimidante. Hubiera querido decir una frase que la cautivara. No pude. Estuve a punto de llorar. La primera impresión es crucial, y yo la desperdiciaba. En mi defensa debo decir que aquello me tomó por sorpresa. Nunca la había visto hablar. Así que tenerla ahí soltando palabras como si no hubiera mañana tuvo un efecto paralizante.

—¿Qué es lo que hacen juntos? Ahora lo veo relajado. Antes parecía tener llamas en los ojos. Para alguien de su edad era impresionante. Incluso en unas fotos que le tomaron unas semanas después de nacer se le puede ver una mirada adulta. En cambio, los últimos días ha estado diferente, con otro semblante. Me alegra que se junte contigo. He visto cuando tocas el timbre de la casa. El otro día te escuché platicar con mamá. No deberías ponerte nervioso. Tartamudear al pedir un vaso de agua opaca cualquier virtud. Y tú debes tener una por lo menos, así que no la arruines.

—Lo siento. Así hablo.

—Hay un viejo poema que dice: “las piedras bajo la noche que cae siempre”. Debes saber lo que significa, ¿no es así? ¿Sabes lo que significa? Escúchame bien: “las piedras bajo la noche que cae siempre”. Dime qué te parece. Dime. Anda. Cuando salen a practicar deben ver muchas piedras. En este jardín no hay ninguna. He buscado, te lo juro. Han desaparecido. Ayer creí ver una, pero cuando la apreté desapareció entre mis dedos. Tal vez deba traer algunas de casa. Tenemos bastantes. Si te hacen falta puedo regalarte unas cuantas.

El tipo moreno le dijo algo al oído y ella sonrío.

—Oye, niño… ¿fumas? ¿No? Pues deberías. Creo que lo necesitas. Puede ayudarte a conocer otras personas. Es malo estar solo. Lo sé. Aunque pueda llegar a gustarme. Fumar también está mal. Eso dicen. Pero me gusta. Y por eso lo hago. Cuando menos pruébalo. Partamos de que es malo, ahora lo que necesitamos saber es si te gusta o no. Si es así, qué más da que sea malo. Yo te puedo dar cigarros cada que quieras. Prueba uno.

—No, gracias. Tengo que regresar a clases. El humo me marea.

—Como digas. A mí el primer cigarro no me gustó. Las primeras experiencias tienden a ser penosas. Debes acostumbrarte. Si el comienzo falla, vuelve a intentar. Una mala experiencia inicial no debe comprometer el porvenir del placer. Ahí tienes al vino: un gusto adquirido. Nacemos sin saber lo que deseamos. Es cuestión de descubrirlo. Una vez que adoptamos esa noción, queda rendirse al exceso. El acelerador se puede pisar hasta el fondo. Grábatelo. Nadie detiene al que no se rinde.

Entré al baño. No oriné. Las ganas se fueron. Me lavé las manos. Conté hasta veinte y salí. Ella permanecía ahí, el otro le pasaba el cigarro. Regresé al salón.

La siguiente vez que visité a Pablo fue diferente. No me abrió su madre. Fue Susy quien lo hizo. Llevaba un vestido de puntos que le llegaba hasta los tobillos y zapatos tenis. Me dijo que pasara. Tomé asiento en uno de los sillones de la sala. Esperé a que Pablo bajara. Susy tomó asiento enfrente. No abrió la boca. Yo tampoco. Algo me detuvo. Y casi en automático me  arrepentí. Pablo bajó.

—Mi hermana nos va a acompañar.

Cerré los ojos por un segundo. Era el luto del día tranquilo. Quise estar en un sitio diferente. A kilómetros del fastidio, la vergüenza, el temor. Yo no quería dar lecciones a nadie. Menos con una chica atemorizante a un lado. Tomé ese destino sin darme cuenta. Lo que yo quería era estar en mi cama, a la espera de dormir. Con los ojos cerrados podía sentirme otro. A ella la deseaba de la misma forma en que buscaba tenerla lejos. No tenía la menor oportunidad de conquistarla, así que lo que menos quería era recordarlo a su lado. De cualquier forma sonreí. Dije: sí, claro. Vamos. Los dos en nuestras bicicletas y Susy a pie.

El trayecto al parque fue así: nosotros avanzábamos a vuelta de rueda para no dejarla atrás. Durante los siguientes minutos, Susy se detuvo cuatro veces para amarrarse las agujetas. Hacerlo mal significa repetirlo. Nos pidió que no la miráramos mientras hacía los nudos de las agujetas. Era un asunto íntimo que no le correspondía a gente como nosotros.

Llegamos después de un rato. El sol no tardaría en esconderse. Además de una pareja acostada en el centro, en el parque solo se podía ver a un anciano que corría por las veredas. El lugar era nuestro con sus flores y aliento.

El tiempo transcurrió con tranquilidad. Susy se acostó entre la hierba con un cigarro. Parecía que la intemperie le demandaba recurrir al tabaco. Pablo y yo recorrimos el lugar. Dejé que se adelantara en la bicicleta. Daba igual lo que hiciera. Era obvio que ya había aprendido a manejar. Era estúpido seguir con la enseñanza. Sin embargo me encontraba atado. Sin justificaciones, que era lo peor. Tenía mis razones para estar fastidiado. Eran los metros. Eran los pensamientos. Eran los pájaros. Cuando se vive es difícil permanecer encendido.

En una de las curvas me alejé. Sin avisar, tomé otra dirección. Necesitaba un respiro sin salir de aquel sitio. Pedaleé aprisa.

Recordé mi llegada a la escuela. Los primeros días sin poder dormir hasta el máximo. Ese baño tibio. El desayuno rápido. El periódico de mi padre. Una bolsa con el almuerzo. El camino en el auto. La estación de noticias vitales de las que no recuerdo una letra. Semáforos llenos de ansias. Despedidas con un beso. Y lágrimas. Los maestros y salones vacíos. Buscar un pupitre en medio de desconocidos. Horas de ver al pizarrón por el terror de mirar atrás. La primera carta que escribí con dirección al bote de basura. Alejandra con su horrible dentadura. Nadie se daba cuenta de lo hermosa que era. Solo yo que con el tiempo pude asimilar que era posible cerrar la boca. Recordé también la manera en que Gabriela se burló cuando le obsequié la naranja de mi almuerzo. Tuve que evitarla el resto del curso. Quise patearla por rechazar lo que mi madre me había dado. Respiré cuando se fue. Pude hacerle daño, pero odiaría lo que hubiera pasado después. Las cárceles llenas de personas vulgares sin pasarelas ni pijamas de seda. Afuera no era demasiado diferente, aunque al menos podías desayunar una buena sopa. Di otra vuelta. No podría abandonar la casa hasta que aprendiera a preparar sopas. Eso era lo principal. Los vagabundos no tienen casa porque no tienen sopa. Cómo mantener el talante sin una cuchara que lo sostenga. Y de inmediato pensé en Vanessa. A ella le dije que buscaba alguien que cocinara. Que supiera lavar los trastes, que me consintiera y quisiera tener nueve hijos. Nada de pantalones o mallas: vestidos. Con tacones el día entero. Era lo que buscaba, una mujer a la vieja usanza. Con tubos en el cabello y mascarillas de madrugada. Se rió. Eres ridículo, dijo. Le dije que era broma aunque no lo fuera. Lamenté cuando se cambió a otra escuela porque ni siquiera la toqué. Los del salón la saludaban de beso o empleaban la mano. Debí respetarla menos para que no creyera que estaba loco. No fui nada importante. Tenía 12 años.

Dudaba que Vanessa estuviera encima de una bicicleta pensando en mí, en dado caso de que recordara mi nombre. Era lo que me tenía loco. Lo mucho que pensaba en personas que apenas y reparaban en mi ausencia. La timidez era una forma de prevención ante ese panorama tan horroroso. Y seguí pedaleando. Cada vez más fuerte. Hasta que llegué a una pendiente que desde abajo parecía una pared. Frené, bajé y me tiré al césped.

El estanque se hallaba en la cima de la colina. Cientos de metros para llegar hasta él. El hombre dijo: hay dos opciones. Puedes cavar un túnel e ir gateando en su interior. Te tomará un mes. O puedes correr por la carretera, donde tardarás un día. Mencionó que la segunda opción era peligrosa por lo que ocurría en la ruta. Era la seguridad contra el riesgo, la velocidad contra la desesperación. En el estanque estaban los peces que quería alimentar. Los patos se quedaban con la comida que dejaban los visitantes, sin que pudiera hundirse una sola migaja para los peces hambrientos hasta el fondo. Tenía que ayudarlos. Debía darme prisa antes de que murieran.

—Despierta, nos vamos.

Era Susy.

—Ya voy, ¿dónde está Pablo?

—No sé, tendremos que buscarlo.

Casi era de noche. Nos alumbraba una farola. Quedamos en silencio. Me dolía la cabeza, no me quería mover. Ella se sentó junto a mí. El olor a tierra mojada llegaba gracias a un aspersor ubicado a unos metros de distancia. Fue una buena siesta. La jaqueca era lo de menos. Aquello dejó de parecerme tan malo. Aun así era tiempo de volver a casa. Me levanté. Ella notó algo.

—Mira por allá, ¿qué es eso?

Era un bote de pintura blanca. Susy corrió hasta él mientras yo alzaba la bicicleta. Debí haber llevado un suéter. Vi que ella bailaba. ¿Y Pablo? La rutina guarda la seguridad de los cuerpos blandos.

Susy regresó entre risas con el bote de pintura. Sin decir nada, se levantó el vestido. Dejó que viera esa ropa interior verde. Se mantuvo así varios segundos. Luego tomó la brocha y pintó el interior de sus muslos. Cuando terminó, arrojó la brocha hacia atrás. Entonces caminó hacia mí, hacia la bicicleta. Aquella carne blanca estaba más cerca que nunca. Las piernas me temblaban. Ella, con las manos arriba, levantaba su vestido como si fuera un telón. Ahora estaba a un metro. Avanzó más, reía. Me dio un beso en la frente y entonces comenzó a restregarse contra la bicicleta. Suspiró. Era su entrepierna contra la llanta. Percibí el olor a cerezas de su cabello. No la toqué ni un segundo. Dejó de mirarme. Centró los movimientos en mi vehículo. No se detuvo. Empezó a gemir. También se carcajeaba. Qué podía hacer yo. Solo mirar. Y sentir pánico. No había nada que pudiera hacer. Por siempre sería la mujer que dominaría mis pensamientos sin que me sirviera de algo. Estallé. Al diablo con los hermanos. Con fuerza le di vuelta al manubrio. Vi que ella cayó al suelo y me alejé de ahí pedaleando. La oí gritar. Salí del parque. Di vueltas por las calles. Varias de ellas desconocidas. No quise parar. Ni regresar. Si lo hacía corría el riesgo de volver a tener la oportunidad enfrente sin que pudiera aprovecharla. Así que avancé y avancé durante minutos hasta que por inercia terminé en casa.

Mi madre soltó una serie de improperios de los que era yo era el principal protagonista. Permanecí callado. Me dirigí al garaje. Guardé la bicicleta en un rincón detrás de unos tambos. No quería volver a usarla, pese a que la quería mucho. Fue una fiel compañera durante meses.

Poco después, por cuestiones académicas, me mudaría al departamento de unos tíos. Abandoné  la bicicleta para olvidar, a la espera de que pudiera superar el agobio  con el paso del tiempo.

Jamás imaginé que tardaría tantos años, hasta que hace unos días por fin la desempolvé luego de una visita a los viejos. Seguía en condiciones. Solo tuve que limpiarla. Con trabajos la monté y di unas vueltas por la colonia. Vi las casas de antes; algunas remodeladas, otras no. Unas cuantas habían desaparecido. Me pregunté por sus habitantes, mis amigos. No pude recordar el nombre de la mayoría. Pero ahí estaba la casa de Pablo todavía. Con nuevos inquilinos, ninguno de ellos capaz de darme información sobre Susy o sobre su familia. Extrañaba todo aquello de lo que antes huía. Y en el parque estaba el niño aquel preguntándome sobre la pintura blanca en la llanta de mi bicicleta. No supe qué decirle. No era necesario. Lo que debía hacer era seguir andando. Avanzar sin intención de apartarme.

bicle

Publicado originalmente en la revista Euritmia.
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