Luego de varias semanas sin hablarnos, Romina me invitó a una galería donde mostrarían algunas de sus fotos. Ocurrió hace ya algunos años, en días mucho peores a los que ahora. Romina y yo habíamos tenido un distanciamiento, fundamentado en concepciones diferentes de la vida que llegaron a trastocar nuestro vínculo. Así que luego de una etapa sin contacto alguno, ella se acercó y me dijo: “Van a exponer unas fotos mías. ¿Quieres ir?” En otros tiempos me habría preguntado: “¿Puedes ir?”, porque habría dado por sentado que sí quería ir, que todo era cuestión de que revisara mi agenda. Esta vez ni ella ni yo sabíamos si era necesario que me presentara en una noche que era especial para su carrera. A continuación, me entregó una postal en donde vi que la cita sería a las nueve de la noche en un viejo lugar no muy lejos de donde vivía un profesor al que varias veces tuve que acompañar luego de salir de la universidad.
Por algún tipo de asociación, decidí ir. Hay oportunidades que renuevan las esperanzas de una luz marchita. Una cosa que tuve claro es que debía ir solo. Tal como solía hacer en cualquier otro contexto. Me pregunté si sería el único en tal posición. Por otro lado, Romina era popular así que el lugar estaría abarrotado, estaba seguro de ello. Tendría enfrente a decenas de personas disponibles para socializar pero yo no estaba en vena para seguirles el juego. Iba por ella, nada más.
Recuerdo que esa noche hacía un frío inmenso. Llegué y vi a algunos conocidos a los que pude haber saludado para estar en sintonía con el evento. No lo hice porque ellos no tuvieron ningún gesto cuando notaron mi presencia, así que mejor caminé por el lugar hasta comprobar lo amplio que era. Tenía muchas áreas exteriores. Como no había muchos edificios en los alrededores, y la construcción se hallaba en un área con elevación, el viento hacía el recorrido sin obstáculos. Yo llevaba un saco negro y una camisa azul que apenas eran suficientes para no morir congelado. Al ver desde la entrada a todas esas personas platicar, sonreír, y beber como si nada, pensé si habría alguien que se sintiera igual que yo. Sin nadie conmigo, tenía que recurrir a las estrellas y a unos cactus a los que podía observar sin molestar. Les dije: “Se supone que estoy aquí para ver unas fotografías, debería apresurarme a hacerlo e irme de inmediato”. Estaba enjaulado en la espantosa casona de la socialización.
Apenas habían pasado diez minutos, suficientes para sentir una especie de asfixia. Tenía que remediarlo. Recorrí los pasillos aledaños con la esperanza de que algo sucediera. Por favor, que alguien derrame su bebida sobre mí, ofrezca disculpas y me diga: “Te amo, quiero lavar tu ropa, sacarla de aquí junto contigo para fundar un nuevo orden para salvar al universo; casémonos, en el futuro ya viven nuestros hijos a la espera de que los fabriquemos. Nada de eso pasó. Vi a Samuel, un viejo conocido que no era amigo mío. Iba con dos mujeres, Dos rubias que sonreían y sonreían. Samuel preguntó por mi situación. Le conté un plan: “Tengo una invención metida en la cabeza. Provocará una revolución a varios niveles, quiero proponerle la idea a un empresario. Se trata de un nuevo tipo de calzado: unos zapatos que no dejan caminar. Según investigué, si evitas que la mente pueda sentir el suelo, es posible que el resto del cuerpo se sensibilice lo suficiente hasta superar sus propios límites”. Las dos rubias se rieron. Quise que Samuel me diera a una de ellas. ¿Para qué quieres dos, viejo conocido? Son iguales. Si una fuera morena lo entendería, pero dos rubias son redundantes. Puedo hacerte un favor, deja que convierta a la de vestido rosa en una mujer nueva. Necesito unos días con ella para luego llevarla de vuelta a tus brazos y pruebes que ya es diferente. Sabrás la variedad que puede esconderse dentro de una misma persona. Los cambios matan. No hacerlos también. Todo lo hace. A estas alturas deberías saberlo. Has llegado a la punta de una pirámide. Eres un hombre de éxito. Pero incompleto. Has equilibrado una serie de pasiones tan lejanas a las horas en que discutíamos sobre nuestro equipo favorito de futbol. ¿Dónde está Romina, Samuel? ¿Por qué no estuvo en la entrada para recibirme? Sé que le ha molestado la forma en que me comporto. Con el paso de los años he dejado de ser encantador. Eso que la atraía en un principio ahora es el motivo por el cual nuestra relación ha quedado mermada para siempre. Adiós a la pureza que había cuando pensábamos el uno del otro.
Tomé copas de vino con Samuel hasta que vi a Romina a lo lejos. Le dije a Samuel: “Ahora vuelvo, voy a la recepción. Creo que hay que respirar aire encerrado cuando el cielo hiela los huesos”. Antes de llegar hasta Romina, vi a otras personas conocidas. Eran obstáculos. Desee poder arrastrarme por el suelo para no ser visto, pero para hacerlo tenía que ensuciar la ropa, algo a lo que no era deseable. Dios, ¿y las fotos? ¿Dónde se encuentra la galería de arte? Qué importa. Estaba ahí por ella. Así que me acerqué al área donde la vi, pero de inmediato descubrí que ya había reportero que le realizaba una entrevista. La escuché a distancia: “Las fotografías de la exposición muestran el valor de la luz, esa lucha por cada rincón en donde se introduce. Franjas que dispuestas a que el amanecer aparezca de pronto en la silueta de un acordeón echado a perder. Tomé las fotos en un periodo importante en el que varios hombres se cruzaron para pedir el número de teléfono de mi despacho: queremos ser tus modelos, decían. Yo les rechazaba porque no me interesaban los humanos. Quería las rendijas. Las fuerza detrás de una pared demolida en un viernes cualquiera.”
El reportero decía mucho más, yo ahorraba el oído para ella, igual que la memoria. Romina decía: “¿Sabes? hay un tiempo para todo. El fotógrafo debe ser paciente, debe apretar el botón en el momento justo, y al mismo tiempo al momento inesperado. Saber que algunas fotografías surgen en un instante que nadie más comparte. Son esas fotos las que tenemos una noche como hoy, cincuenta de ellas a la venta para que, quienes gusten, lleven a casa el resultado de mi vista sumada a los otros sentidos que colaboraron con su guía.” Al cabo de esas palabras, Romina me miró por fin. Lo hizo por un segundo. A partir de ahí, sus respuestas al reportero dejaron de ser largas y empezó a darle caricias constantes a su cabello. Una respuesta más y sería mía para platicar, tomar aire, y escuchar al coyote que rondaba la zona en busca de que alguien de ahí se aventara de la azotea para poder alimentarse.
¿Dónde están tus fotos, Romina? Le iba a preguntar para romper el hielo. No lo hice porque en cuanto el reportero se esfumó, llegó otro hombre moreno de barba y se llevó a Romina lejos de ahí. No hice ningún esfuerzo más. No la perseguí, no la busqué. No era mi lucha ya. Si algo he aprendido es a dejar ir. Cuidar el prestigio ante todo. Hay que evitar que aquello a lo que se persigue tenga la idea errónea de que te ha rebasado, que está adelante de ti. Yo me dije: “Al diablo las fotógrafas, debo conocer a una pintora famosa, una artista mayor. Iré a buscar las fotos de Romina solo para burlarme de ellas”. La idea era convencerme de que me perdía de poco. También era importante saber que no tenía nada de qué hablar con ella porque, de cualquier modo, no era la persona que había conocido en un principio. Yo sí era el mismo: estancado en los vicios de siempre a la espera de que un dios cualquiera (la religión daba igual) llegara a decir: “Estás liberado, puedes caminar por los aires. Eres un nuevo súperhumano”. Fue una lástima comprobar que nadie llegaría. En medio de esa noche lo supe. Decidí aguardar en una esquina congelado hasta las uñas. Ya estaba condenado como para considerar emprender un escape rápido. Tuve que actuar con serenidad. No quería que nadie lo supiera. Era importante dar la impresión de que nada en el panorama afectaba el comportamiento que arrojaba por la piel. Por un rato, cuando menos. Permanecería ahí una hora más como estaba pactado en un principio. Así que pasé ahí unos minutos oyendo las voces amorfas de los otros invitados. Luego, si me concentraba, alcanzaba a escuchar sonidos provenir del desierto. Animales a los que se les caía una semilla. La cuerda a la que un grano de arena golpeaba. El coyote era un fantasma en movimiento al que respeté por ser tan cordial para no subir a la galería y matar a toda la gente que jamás haría nada por él en la vida. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ir al supermercado a comprarle un kilo de carne para quitarle el hambre. No lo culparía entonces si es que subía de pronto a conseguir la comida contra nuestra voluntad. De cualquier forma yo no iba a montar un escándalo. Anda, ve por ellos. Cena, querido coyote. Los que ves ahí pueden ser un buen banquete. Con tantas risas han hecho de su carne una masa blanda que tu mandíbula podrá devorar. La mía es carne dura deformada por el tiempo. Carne para aves de rapiña. Nada digno para un mamífero de tu calibre.
Romina, me llevaste ahí con una trampa a sabiendas de que no estaríamos solos ni un segundo. Eres una prisión a la que confundí con un refugio por la esperanza de ser arropado. Y lo que tuve fue nada. Una mirada adicional permitió que te viera bailando con esa horrible música en vivo que no decía nada de nuestra vidas. Oh, dios. El ambiente ahoga. Tenía que ir a ver las fotografías: HACER ALGO. Las fotografías eran la salvación.
Llegué a una habitación donde el único presente era un empleado. Comprendí que la exposición era un pretexto de fiesta. El arte era un segundo plano. Todos los invitados estaban afuera para ser jóvenes. Gozaban de los privilegios que por la mañana echarían de menos desde el cubículo de sus oficinas. Las fotos de Romina eran horribles. Las dos que vi lo eran. No me había equivocado. En blanco y negro. Un refrigerador al que se le iba el corazón por un cable. Era la nevera que dejaba escapar el interior de una vaca asesinada en algún rastro olvidado por la civilización.
Salí de ahí para seguir en las mismas. Vi a Pamela con un par de amigas. Una chica de perlas. Buena gente que guardaba respeto por algunos poemas que había puesto a concursar en un festival de la universidad. Perdí miserablemente y con ello se fueron mis esperanzas de ser alguien, pero ella un día se acercó y dijo: “Me gusta mucho como escribes, debiste ganar”. Desde ahí nos saludábamos cada vez que pasábamos cerca aunque nunca platicamos más allá de tres minutos. Era evidente, el poder de socializar se había marchado lejos de mí para siempre. En mi boca podría tener dientes, pero no tenía alma en la lengua que me ayudara a decir: “Buenas noches, quiero que nos sentemos en el piso para hablar de lo que pasa con nuestra existencia”. Pamela, Romina, Lucía, Ana, Ximena… decenas de nombres que jamás alcanzarían a estar junto al mío en la invitación de una boda.
A veces me gustaba imaginar qué pasaría con cada uno de nosotros los próximos años. El panorama me había otorgado el peor de los escenarios posibles . En las noticias dirían:
PLATICAMOS CON EL PRIMER HOMBRE EN EL MUNDO QUE SE ENAMORA DE UN LAVATRASTES. LA FAMILIA DE LA ESTRELLA DEL MOMENTO DECLARA QUE LA CHISPA AMOROSA NACIÓ AL POCO TIEMPO DE HABER COMPRADO LA MÁQUINA EN UN MERCADO DE PULGAS.
Toma este plato con comida, pequeña. No te lo tienes que comer si no quieres, amor, solo deja el plato limpio. Una relación perfecta si conseguía un detergente comestible para recibir besos con aliento a lavanda.
Ese era el panorama. Sin más. ¿Qué podía hacer excepto huir? Recordé entonces la primera plática que tuve con Romina. Esa vez que criticamos nuestras voces. Ella me dijo que hablaba demasiado quebrado: “No llevas un ritmo, primero hablas rápido y luego frenas, después hablas lento, y otra vez rápido. Tus silencios desesperan”. Yo le dije que sería por siempre una niña. Tenía voz de niña aunque su cuerpo fuera de mujer. Y eso que, los dioses están al tanto, su voz me importaba poco. Quería que mis manos recorrieran su silueta para notar los milímetros de diferencia entre una costilla y la otra. Decirle: “Solo son dos centímetros. No te preocupes, aun así eres linda”.
Romina. Jamás dejes que una botella se estrelle contra tu piel. Que no se arruine la armonía que conforman tus poros. Piel perfecta a la altura de las ramas mágicas con las que se construirá el trono donde los sabios de oriente llegarán a venerarte. Lo mereces, Romina. Lo mereces en la imagen aún guardo de ti. La imagen donde miles de sentimientos se atoraron. Y esos sueños en los que atravesamos campos enteros sobre barcos de algodón. O esos ratos bajo un río cuya corriente nos pegaba el uno al otro. Eran los días. Días en que respirábamos y nos teníamos cerca. Magnetismo perdido para siempre.
Esa noche, antes de abandonar la galería, te miré una última vez desde lejos. Ya no me regresaste la mirada como hacías hace años cuando gracias a tus poderes mágicos notabas cuando te veía. Ahora lanzabas unas risitas para ellos. Alzabas una copa y la chocabas con otras personas. Era evidente. Tenías motivos para celebrar. Era sola una idea la que resonaba mi cabeza. Que, de estar en tus zapatos, yo no me hubiera puesto a brindar. No si supiera, como tú sabías, que uno de nosotros dos no se encontraba ahí para hacerlo también.