De pequeño era la tarea. Era de lo que me quejaba: impedía que pudiera disfrutar de la tarde con libertad. Las sumas, las restas, las multiplicaciones y, oh dios mío, las divisiones de dos dígitos. Piedras que dificultaban la plenitud de un niño como yo. Eran los días de primaria. Yo pensaba: una vez que termine esta etapa, todo será mejor. Podré ver caricaturas sin parar. Al principio es así, se le carga la mano a los más jóvenes, me decía. Los adultos no tienen tareas. Todo se queda en el trabajo. Qué vida tan fácil la suya.
En la secundaria fueron trabajos de mayor seriedad. Exámenes de física, de química. Yo cómo iba a entender lo que conformaba al universo. Devuélvanme los libros para colorear, devuélvanme la tabla de cuatro. Aquellos eran los días. Cuatro por cuatro son dieciséis. Añoraba lo que antes me producía malestar. Maestra Alejandra, sea usted como Juanita, la que me daba clases en la primaria. Nada de fórmulas embrolladas. Ella nomás nos dejaba de tarea subrayar con azul el sujeto y con rojo el predicado. Si acaso, en días pesados, nos pedía que encerráramos en un círculo al verbo, o al complemento indirecto. Tenga usted piedad.
Bien, pensé. La vida se relajará en la preparatoria. Eso es. El punto donde empiezan a disminuir las obligaciones. Ya no tendré que llevar uniforme, por ejemplo. Me urge llegar hasta ahí. Y luego ir a la universidad, donde ya es la gloria, por no mencionar la vida laboral donde haces lo que te gusta y donde no hay ninguna autoridad que te saque del salón porque te reíste del chiste que contó tu compañerito.
Y llega el momento. Por fin te enteras de que la preparatoria es peor. También hay tareas, cada vez más difíciles sobre temas que no captas qué es lo que tienen que ver contigo. Te piden realizar ensayos, proyectos, experimentos. Dios santo, se supone que la tarea se hace en 20 minutos; lo que ya de por sí parece una eternidad cuando tienes ocho años. Pero ahora son horas. Te tienes que reventar por horas para cumplir con las obligaciones. Crueldad absoluta. Mejor no hago nada. O sí, sufriré ahora. Total, es el último esfuerzo. Ya viene la universidad, donde tendré miel sobre hojuelas.
Solo que viene un detalle. Conforme te acercas al final de la carrera, alguien te menciona una palabra de cinco letras. Tesis. Da la impresión de ser algo inofensivo. No es que se llame «raticida», «ladrón» o «llamarada cósmica» como para asustarte. Sin embargo, tarde o temprano te darás cuenta que es peor que eso. Se trata de una tarea que acumula todos los pesares que tuvieron las que hiciste en el pasado, con el añadido que, en vez de ser de un día para otro, se convierte en una cuestión que te consume durante meses. Incluso en los ratos en que no hagas nada. Porque son esos lapsos donde los fantasmas invaden la cabeza. Es imposible olvidar el pendiente y de disfrutar los amaneceres.
Se añora la época de primaria. Las benditas actividades que dejaban los profesores de secundaria y preparatoria. Seres angelicales aquellos que, por inexperiencia, considerabas monstruosos. Les ofrezco una disculpa, doña Josefina, maestro Octavio, miss Yola. También al que daba educación física, que nos daba trato de soldados. Eran ustedes unos amores. Perdonen si no se los dije en su tiempo.
La tendencia continuará, mucho me temo. Llegará el día en que extrañe a la tesis. Cuando descubra que mi versión de la primaria estaba en lo incorrecto. Hacer tareas es una bendición si lo comparas con tener jornadas laborales de más de ocho horas. Siempre tendremos piedras. Cada una más grande que la anterior. Aunque quién sabe, a lo mejor alguna vez se detengan. Hay viejitos que parecen felices.
De mis favoritos hasta ahora.
La tesis es una maldita versión del infierno.
Atte: Juan Ramón.
Como dije alguna vez: antes que nada, la tesis sirve para que uno caiga en cuenta que no se aprendió lo suficiente durante la carrera.
Un saludo.