En el día de muertos, fuimos a visitar la tumba de mi abuelo paterno, ubicada en Villa Hidalgo, Jalisco. Ahí nació, para después, a los poco años, emigrar a Aguascalientes.
Vamos de visita cada tanto tiempo. Una o dos veces al año. Es un viaje agradable que siento me pone en contacto con mis raíces. El lugar ha crecido mucho. Hace 10 años todavía parecía un pueblito. En la actualidad es una pequeña ciudad con mucho comercio en materia textil.
Aun así hay detalles que le distinguen de una urbe. Cuando salimos de la central camionera (la carretera es medio peligrosa, así que conviene dejar el auto si es fin de semana) salimos para tomar un taxi. Tocó esperar un buen rato. Cuando por fin apareció uno, tuvimos que darnos prisa al abordarlo ya que un grupo de señoras pretendían ganárnoslo.
La plática con el conductor lo puso en perspectiva.
—En Villa Hidalgo solo hay seis taxis. Con eso es suficiente.
Y sí, cuando regresamos a la central, noté un detalle que en primera instancia había pasado por alto: cerca de la salida hay un poste con seis números de celular anotados. Los de los seis taxistas disponibles.
También hay caballos que avanzan por las calles. Además de los autos y bicicletas, los animales todavía se ubican como un medio de transporte establecido entre la población. Pero lo que dominan son las motos. Hay muchas. Son ideales para cubrir las distancias del lugar sin mayores complicaciones.
Los habitantes de Villa Hidalgo son amables. Hay muchos ancianos y niños. Las personas de edad media son minoría. Hay una polarización en las edades. O eres joven o eres viejo. Los adultos mayores usan casi todos sombrero, además de llevar camisas de cuadros de manga corta. Los hombres son feos, en cambio las mujeres son bellísimas. Habría que investigar por qué sucede, cómo es que semejantes padres tienen semejantes hijas.
Camino al panteón, vimos muchos puestos de comida. La birria es el platillo favorito de por ahí. A mí no me gusta. Nada que tenga que ver con carne de borrego. Si por mí fuera, lo único que debería hacerse con ellos sería usarlos como almohadas. Sin matarlos. Cada hogar debería tener unos cuatro o cinco borregos en el jardín. Para alimentarlos, cuidarlos y darles cariño. Y cada noche meterlos a la casa para que nos dieran compañía en el dormitorio. Pegados a la cabecera de la cama, su barriga sería una superficie acolchada para descansar la cabeza.
Solo una vez comí birria. Era un niño en aquel entonces. Mi padre me llevó a un lugar donde la servían. Él pidió un plato. Me preguntó si yo quería uno. Le dije que sí. Era carne, al fin y al cabo. Para mí no había distinciones. Creía que toda la carne roja era de res. Puede que sepa bien, pensé, la única diferencia con la carne que como en casa es que a esta le ponen un poco de caldo. Grave error. El sabor era muy fuerte. No pude disimularlo ni con el jugo de cuatro limones. La salsa tampoco funcionó. Mientras todos los comensales le entraban duro al banquete, yo me limitaba a hundir tortillas en el caldo para luego darles mordidas poco entusiastas. Lo hacía para disimular. Todos los presentes eran hombres duros con bigote. La birria era la comida de los machos alfa, si no la probaba, pasaría por un ser enclenque que dependía por entero de la comida para niñitas, como las hamburguesas con queso. Aquel día tragué unas veintiocho tortillas que acabaron con el caldo del plato. La carne se quedó ahí, seca. Con tal de no quedar mal pedí que me la dieran para llevar. “Así es como me gusta, sin jugo”, dije.
Cuando llegamos al panteón donde está mi abuelo, la ceremonia ya había empezado. Allá, cada día de muertos, tienen la tradición de que el padre va a oficiar la misa al panteón local. Colocan una pequeña plataforma, bocinas y un micrófono con el que el sacerdote encamina la celebración. La asistencia es de cientos de personas. Algunos se sientan en las sillas dispuestas para el evento y otros tantos escuchan parados desde las tumbas de sus seres queridos. La escena es felliniana.
La misa dura alrededor de hora y media. Se supone que es una ceremonia normal, de una hora. Lo que extiende su duración es una cuestión curiosa. A cambio de 20 pesos, el padre menciona el nombre del difunto que uno disponga para orar por él. La mayoría de los familiares pagan la cuota, de modo tal que casi todos los fallecidos acaban por ser mencionados. En años anteriores tocaba echarse media hora de nombres consecutivos leídos sin descanso. Este año se empleó un nuevo sistema: el paso de lista se dividió en tres secciones, al principio, en medio y cerca del final para no matar de aburrimiento a nadie, lo cual supondría sumar algunos nombres a la lista, hasta hacerlo una cosa de nunca acabar.
La tumba de mi abuelo es bonita, de las mejores del lugar. Hay algunas que fueron construidas con mayor esmero que otras (así como hay unas que parece pequeños museos, hay otras cuyos epitafios están escritos con plumón indeleble). Lo que ya no hay es espacio. Al parecer hay planes para un nuevo cementerio, o eso escuché el año pasado. Quizás ya hasta esté en funcionamiento.
Dentro del lugar nos encontramos a Don Melesio. Un hombre de la vieja escuela que, pese a la edad y el frío que hacía, no fallaba a la indumentaria local con su camisa de manga corta. Según me cuentan es un pariente lejano. Lo saludamos. Parece saludable y fuerte, pero la voz ya no le da para más.
—Así como lo escuchan, no quiere dejar de fumar —nos dijo su hijo.
Don Melesio sacó un cigarro, lo prendió y dio una fumada.
—No crean que me duele. Lo único que no puedo hacer es gritar… pero yo ya grité.
Lo intentaron de alejar del vicio con varios recursos. Lo último fueron los cigarros electrónicos. No funcionaron. No le sabían a nada, según sus palabras. Hay vicios que se arraigan, no queda más que acompañarlos hasta la muerte.
Nos despedimos de él y sus hijos. Antes les encargamos que de favor consiguieran alguien que pudiera pintar la rumba, que ya necesitaba una pasada.
Cuando salimos del panteón ya había obscurecido. Los puestos de flores se habían quedado con mucha mercancía. Noticia de lamentar por las flores que no se venden. De haber sabido mejor se hubieran quedado junto a la hierba.
Los seis taxis dejan de circular a partir de las seis de la tarde, como para mantener el equilibrio. Tuvimos que caminar hasta la central camionera. Tardamos 20 minutos. Durante el trayecto vimos la ropa que se vende en Villa Hidalgo. Playeras de a sesenta pesos. Gorras de a tres por cien. Ropa interior de a veinticinco pesos. Mucha gente de poblaciones cercanas va a comprar para luego revender en otros lados. Nunca he comprobado la calidad de los materiales, aunque he tenido la fortuna de ver productos legendarios, como aquella gorra de los Vaqueros de Dallas que traía el logo de la MLB en la parte de atrás.
El autobús de regreso venía atascado. Algunos tuvieron que ir de pie. Una pareja de borrachos iba parada a un lado mío. La mujer le decía una y otra vez al tipo: “Dime qué traes, dime qué traes. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa conmigo?”.
Los asientos no tenían cinturones de seguridad. Por allá son muy de la filosofía de José Alfredo Jiménez según la cual la vida no vale nada.
Por fortuna llegamos a nuestro destino una hora después. En el día de muertos es fácil ponerse paranoico y pensar que cualquier nimiedad es señal de que el fin está cerca. Llegar al tres de noviembre, por tanto, fue un alivio. Lo celebré con un vaso de leche y pan de muerto, del cual no soy fanático precisamente. El pan me gusta cada día menos. Y a esta variante jamás le he visto grandes méritos. El hecho de que esté cubierto de azúcar lo arruina. Apenas lo tomas con las manos y te deja pegajosos los dedos. El sabor tampoco es nada del otro jueves. En cuanto a panes temáticos, prefiero por mucho a la rosca de reyes. Siempre y cuando no me toque una rebanada con acitrón.
Fue un día cansado, pero, como suele pasar, valió la pena. Dejó en mí esa peculiar tranquilidad que no sé de dónde vendrá. A la mañana siguiente siempre desaparece. Regresar al mundo de los vivos deja alterado a cualquiera.
por un momento recorde cuando estuve hace unos meses en villa hidalgo , activo por el dia, muerto por la noche, sin duda pintoresco, eso si muy fellini, muy kisch. muy buena entrada maestre.
atte mariov007
Nunca me he quedado hasta tarde en Villa Hidalgo. Debe ser una experiencia salir a caminar por la noche entre las calles. Tomo nota. A ver si un día se me hace.