El título de esta entrada puede parecer una obviedad. La mayor parte de los mexicanos, aunque no sean nacionalistas, han de tener el mismo anhelo. Por cuestiones de cercanía o lo que sea, se trata de una meta en común. Aunque sea solo para tener un motivo para la fiesta.
Pasa que en meses recientes me contagié de cierto espíritu de amargura. Me uní al bando de quienes deseaban que México no clasificara al mundial. Para ello fue determinante toda la peste que rodea al futbol: televisoras, patrocinadores, jugadores con nula noción de la decencia y otros impulsores del desencanto.
Y si tuve ese deseo negativo también fue porque creí que a la postre sería lo mejor. No ir a un mundial podría ser lo mejor que le podría pasar al futbol mexicano. Las pérdidas millonarias invitarían a las figuras de poder a buscar otro camino para no volver a pasar por una nueva catástrofe en el futuro. Sería la oportunidad para voltear a un modelo de mayor compromiso deportivo y de mayor cuidado en lo comercial.
Verán, el futbol trae muchas decepciones. Más decepciones que alegrías. Si eres un aficionado de tiempo completo, ten por seguro que la pasarás mal. Y aun así la atracción se queda. Da la sensación de que con cada partido se pueden desfogar los sufrimientos que se alojan en las profundidades del cuerpo. Hay liberación. No solo de cosas asociadas a tu equipo, sino con la vida misma. Un derrota, un gol en contra, se vuelven oportunidades perfectas para dejar salir esos agobios. Darles un cauce.
El futbol es frustrante también. Te puede arruinar el mes entero sin que puedas hacer nada para remediarlo. Desde el sillón se es testigo de la derrota, de cómo el balón no entra la portería contraria y de que personajes antipáticos celebren mientras tú quedas hundido.
Cuando era pequeño, tenía un remedio para aminorar el dolor. Recurría a los videojuegos. Cada que mi equipo perdía, agarraba el FIFA o el International Superstar Soccer para intentar cambiar la historia, al menos en ese mundo paralelo.
Así, la vez que México quedó eliminado frente a Alemania en el mundial de Francia, luego de unas horas de duelo, prendí la consola para empezar a jugar. Y ahí sí ganamos con un contundente 3-0 que nos llevó a unos cuartos de final alternos que fueron superados contra Uruguay.
La operación la repetí decenas de veces. Las derrotas abundan, no queda otra que trabajarlas. A cada descalabro del Liverpool o de la selección, iba a conectar el control. Y a pelear, por que si los jugadores reales no podían hacerlo, había que encontrar el camino por nuestra cuenta. Un alivio pasajero que hacía posible salir a la calle sin lágrimas en los ojos.
Eran otros tiempos. Cuando era más joven, de verdad creía que México podía ganar un mundial y que así se solucionarían la mayor parte de los problemas que teníamos como nación. No importaba lo que nadie dijera, yo estaba convencido de que era posible, curiosamente el primero de los pasos para llegar a las decepciones.
Así, eventualmente recibí una cantidad enorme de golpes futbolísticos que, uno tras otro, dolieron, dejaron marca. Pero que no fueron suficientes para vencer a esos pocos momentos de felicidad que también el futbol me dio. Como aquella copa Confederaciones frente a Brasil, la victoria del Liverpool sobre el Milán en Estambul o cuando el Real Madrid de Mourinho plantó cara al Barcelona y se llevó la liga de los récords, Acontecimientos que llevo por dentro como demostración de que, sin importar la cantidad de tropiezos, hay un ranuras de esperanza.
Decía que parte de mí quería que México no clasificara al mundial, Toda la parafernalia alrededor de El Tri consiguió que me mareara como muchos otros mexicanos. Con tristeza caí en la cuenta de que los máximos beneficiados de los alcances deportivos son personas que no ven mucho más allá del dinero. Una asignatura importante, es cierto, pero no la única.
Pensaba así hasta hace unas semanas cuando México fue derrotado por Estados Unidos por 2-0 en Columbus. El resultado en sí no me afectó. De hecho extrañé los viejos tiempos cuando algo así suponía una descarga incontenible de emociones. Ahora hasta me daba risa, y gusto por algunos jugadores que considero antipáticos. Era ya baja en el camino.
La cuestión es que, a la mañana siguiente, mi postura cambió. Desperté a eso de las 10. Tenía mucha sed. Aún medio dormido, salí de la habitación con rumbo a la cocina, en donde tomaría agua. Pero antes de bajar las escaleras, escuché el sonido de unos narradores provenir de un televisor. Celebraban un gol. Al principio creí que era algún juego en directo, pero cuando me asomé a la habitación de mi hermano menor, vi que todo provenía de un X-box. Con sus manos, acababa de poner un 0-2 en el marcador a favor de México. El rival era Estados Unidos.
Entonces me acordé de lo que la selección mexicana significa para los niños. Una cuestión que va más allá de las palabras. Si con el tiempo me he alejado de ello para seguir la estela de clubes (Liverpool y Real Madrid), en ese momento comprendí que, a pesar de todo, el futbol está por encima de lo que le rodea. La pelota no se mancha, diría Maradona. Y aunque todavía me den asco las televisoras de nuestro país, aunque desprecie a quienes dirigen el deporte en nuestras fronteras, no puedo dejar de pensar que también hay una generación de jóvenes entusiasmados por ver a sus jugadores favoritos contra figuras de España, Brasil y Argentina. No me olvido de eso, no me olvido de lo bello que es poder presenciar un espectáculo semejante. Sentir que el estómago se agita cuando ves salir a los tuyos en una competencia internacional.
Y no olvido las horas que yo también pasé enfrente de los videojuegos con la ilusión de llegar a la felicidad.
Por eso quiero que México califique. Para no quitarle ese regalo a quienes lo esperan para tener una salvación.