Subí al primer taxi que pasó
sin saber muy bien lo que esperaba.
Soy alguien serio con los taxistas,
alguien que jamás les hace plática,
de modo que, cuando el señor
comenzó a platicar sobre su vida,
no tuve otra opción que callar.
Y vi su cabello gris y su bigote
gris y le pregunté porque no se parecía
al hombre de la tarjeta de identificación.
Me dijo que ese era el conductor del turno anterior
al que, agregó, despreciaba:
“será difícil que salga un día a comer con él.
a diario deja sucio el taxi: lleno de migajas,
y siempre deja en el freno de mano un rollo de papel”.
Después me habló sobre autos antiguos.
“Ya no los hacen como antes, joven,
en las calles tenemos pura lámina”
Y entramos en confianza,
de suerte que venía del dentista
y quedaba una larga distancia.
Porque los taxistas viejitos dan tranquilidad
más cuando le dicen joven
a una persona a la que los demás llaman señor.
Hablamos de su esposa, de sus hijas
y yo le dije algunas cosas que tenía guardadas
para contarlas a alguien que mostrara interés.
El taxista era un hombre sabio, de voz fuerte para
soltar este consejo: ”hay que acostumbrarse al viento”.
Lo supe al fin: no toda la gente es insoportable,
no todo el tiempo.
Oh, señor taxista. Podríamos ser los mejores amigos.
Salir un día a tomar café. A conquistar las calles.
Podríamos compartir también nuestros sueños.
Al diablo con todo. Al diablo con la dirección.
Vayamos lejos, sin rumbo.
Maneje hasta que el combustible se agote,
paremos en ese lugar exacto al que llamaremos destino.
Una nueva casa donde conoceremos nuevas personas.
Quizás usted al principio extrañe a su señora,
pero yo podré celebrar el no estar en el mismo aprieto.
Y si no le conté de mis planes fue porque ya estábamos cerca de casa.
Dé vuelta a la izquierda. Luego a la derecha,
a un lado del árbol pintado de blanco;
puede dejarme ahí.
Y nos dijimos adiós
con la cortesía de saber
que no volveríamos a vernos jamás.