Mire la hora que es

Enrique despertó a la mitad de la noche. La comezón había vuelto para no dejarlo en paz. El problema venía desde hace tres semanas, cuando sintió por primera vez una sensación desagradable que recorría su piel sin previo aviso y sin nada que, en apariencia, lo justificara. Era una comezón de intensidad pronunciada que no se aliviaba con rascar. Ninguno de sus conocidos lo sabía, en gran medida porque su decisión fue no contárselo a nadie. Será un problema pasajero, pensó, hay otras razones mayores para quejarse.

Pero el problema continuó. Casi a diario llegaba un momento en el que la comezón hacía su presentación estelar. Era tal la desesperación, que finalmente decidió ir a una consulta en el hospital. Después de explicarle los síntomas, el  médico no pudo darle un diagnóstico. Quizás se trate de una alergia, le dijo, y le recomendó realizarse unos estudios. Enrique  no se los hizo. Para ello hubo dos razones. En primer lugar, la comezón dejó de  presentarse durante los tres días posteriores. Parecía que la mera consulta había arreglado el asunto. Consideró innecesario hacerse los estudios, pues tal vez se trataba de algo emocional. No sería la primera vez que algún detalle de su vida se solucionaba sin hacer nada, solo con dejar el tiempo pasar. El otro factor para abstenerse de los estudios era el trabajo. Ni siquiera consideraba el faltar una mañana entera a la oficina para ir a un laboratorio de análisis clínicos. La relación con su jefe, sabía, era tan frágil que cualquier desliz, así se debiera a motivos de salud, se convertiría en un factor que pondría en jaque su situación laboral. Y decidió dejar todo tal y como estaba.

***

Al abrir los ojos, lo único que percibió era la tenue luz roja que salía de los números del despertador. Eran las cuatro de la mañana. La de ahora era una comezón mayor que las anteriores, se trataba de una sensación parecida a la de una quemadura. Pasó la mano derecha por su brazo contrario. Aunque sabía que no servía de nada, hizo el intento de aliviar la sensación que lo atacaba. En un episodio previo, descubrió una cosa que le daba cierta ayuda: el hielo. No era que desapareciera la comezón por completo, pero sí le ofrecía un bienestar parcial preferible al ataque virulento que colmaba por entero a su mente.

Todavía aturdido por el despertar imprevisto, decidió ponerse de pie e ir al baño. Prendió la luz. Sus ojos tuvieron que cerrar para soportar la iluminación. Unos segundos después, se acostumbró al ambiente y pudo mirarse al espejo. La imagen lo hizo sentir fatal. Cuando estaba despeinado, Enrique parecía tener menos cabello del que en realidad tenía sobre la cabeza, que era de por sí escaso y que disimulaba gracias a un peinado estratégico. Desvió la mirada, era preferible observar al lavabo. Abrió la llave de agua fría bajo la cual puso la boca. Tomó un sorbo de agua que casi inmediatamente procedió a escupir. A continuación mojó la palma de ambas manos, con las cuales humedeció sus brazos. Luego de quitarse la camiseta, continúo con el abdomen y la espalda. La comezón no cedía.

Mientras se sueña algunas cosas se olvidan. Eso pensó Enrique previo a un intento por volver a dormir. Apenas se acostó, se le ocurrió una idea. La cama era lo suficientemente grande para girar sobre ella. Así que lo empezó a hacer. Fue un intento exitoso: la acción le proporcionó un alivio mayor al de la rascadura corriente, y si bien no lograba solucionarlo en su totalidad, producía una sensación de tranquilidad momentánea. Un rato después sintió un mareo que se unió al cansancio, sensaciones que se alegró de sentir, ya que por ratos parecían más intensos que la comezón. Entonces decidió detenerse para salir a fumar. Confiaba en otra de sus estrategias: a veces, cuando se distraía, la comezón cesaba. Era como si se olvidara de ella, y ésta, sintiéndose ignorada, regresara a la cueva en espera de aumentar su fuerza para una futura aparición. Dormir ya era difícil. Su rutina habitual consistía en despertar a las seis de la mañana, tomar una ducha, vestirse, bajar a desayunar, leer el periódico del día anterior mientras tomaba el café y salir hacia el trabajo luego de dejar dinero sobre la mesa de la cocina para que su esposa comprara la comida.

Una vez lejos de su cama y fuera de ese cuarto, miró las dos puertas cerradas que conformaban la planta superior de la casa. En una dormía su esposa junto a Moni, su hija menor. En la otra se encontraba Daniel, su hijo. Por debajo de esa última puerta alcanzó a ver un poco de luz. También se filtraba un sonido ininteligible que lo hizo considerar la posibilidad de que la televisión estuviera encendida. Le preocupó tener a un hijo despierto a esas horas, o a alguien que no tenía el cuidado de apagar los aparatos antes de dormir. Por un momento pensó en tocar o abrir la puerta sin previo aviso, pero, ¿qué iba decir? Ya no podía interferir en los hábitos de un chico de veintiún años, así que bajó las escaleras y se enfiló rumbo a la cocina donde tenía una cajetilla de cigarros.

Encendió uno. Dio una calada con la esperanza de que el humo en sus pulmones produjera una reacción que eliminara el escozor. Abrió el refrigerador de donde sacó un bote de jugo de naranja. Quedaba poco, así que lo bebió directo del envase. En el congelador, ya había visto, no quedaba nada de hielo. Tuvo que sacar un empaque de verduras congeladas que procedió a pasar por su cuerpo. La escena, supo, era exactamente del tipo que uno desea pasar a obscuras y sin que nadie lo vea, tal como él hacía. Cuando se acercó al fregadero para lavarse las manos, escuchó un ligero ruido en el exterior. Por la ventana, vio al otro lado de la calle a un viejo conocido. Era Don Germán, un vecino de setenta años que vivía en la colonia desde mucho tiempo antes de que Enrique y su familia llegaran. Fuera del alumbrado público, la iluminación dominante recaía en la luna, pronto dispuesta a desaparecer. Antes de salir al patio delantero a que le diera el aire fresco, Enrique se mojó el pecho y la espalda, todavía desnudos. Tenía que aprovechar la situación.

Una vez afuera, la mirada de los dos hombres se cruzó de inmediato. Don Germán se acercó a Enrique. Se saludaron.

—Por un instante me ha asustado, amigo. ¿Qué hace sin playera a estas horas?
—Salí a regar las plantas. También me extrañó verlo afuera tan temprano. Para su edad lo veo muy fuerte, pero cuídese, hace frío y usted ya no está para andar tan quitado de la pena con un pants tan delgado.
—Tenía que pasear a Romino,  se la pasó rascando la puerta toda la noche. Mi mujer no sabe qué le pasa.

Don Germán llamó al perro. “Ven, hijo”, gritó. El animal salió en medio de los arbustos, traía una paloma muerta en el hocico.

Mira lo que has hecho, Romino, no te vuelvo a sacar. Ay, vea usted cómo son los perros, señor Enrique. Se ven muy nobles y tiernos, pero no tienen empacho en matar a un pobre pájaro.
—Parece que el pájaro lleva ya un buen tiempo muerto, está muy sucio. Y mire la hora que es, nadie vuela a estas horas. Lo más seguro es que su perro solo se lo haya encontrado tirado por ahí.
—Tiene razón. El pájaro está lleno de lodo.  Un pequeño bastardo, eso es. A saber qué es lo que le pasó. Como sea… mejor lo dejo en paz, platicaremos en otra ocasión. Ya no tarda en amanecer. ¿Tiene que ir al trabajo, no es así?
—Sí, lo sé… pero espere. Una cosa antes de que se vaya. ¿No sabrá usted de un remedio para aliviar la comezón?
—Le recomiendo un buen baño con agua helada. Use hojas de sábila en lugar de jabón. Verá que le ayuda con cualquier salpullido.
—No es para mí… era una pregunta nada más.
—Ya veo. En fin. Salúdeme a su esposa. Voy a meter a este perro a la casa. Quién sabe qué otra cosa pueda traernos. Que descanse.

Enrique se quedó solo en el patio. Se dirigió a uno de los rincones donde estaba la manguera. Abrió la llave y empezó a regar; primero el pasto seguido de las plantas. El sonido de unos grillos, unido al del chorro de agua,  lo reconfortó. Si cerraba los ojos, podía imaginar estar en medio del bosque. Por un impulso, dirigió la manguera a su pecho. Siguió con la espalda para finalizar con la cabeza. Los minutos pasaban y todavía tenía que desayunar.

grito

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Cuento originalmente publicado (con otro título y ligeras variantes) en la revista Los Bastardos de la Uva.

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